Algunos de los mejores recuerdos de mi infancia y temprana adolescencia están ligados al Día de Reyes. Cómo olvidar la indescriptible ilusión con la que recibía cada 6 de enero. Y es que, aunque siempre me quejé de que Santa Claus nunca se dejó sentir por estos lados (hasta mala fe le llegué a tener al frío señor barbudo), Melchor, Gaspar y Baltasar nunca me fallaron. Siempre estuvieron ahí, diciendo presente y recompensando tantos años de disciplina en los estudios, y sobre todo, de positivismo para afrontar las vicisitudes.
Nací y crecí en el seno de una familia muy tradicional. Desde siempre mis padres se empeñaron en hacer que mis hermanos y yo nos dejáramos arropar por la magia de la Navidad para alimentar así la inocencia propia de la edad.
Me brillaban los ojos con sólo pensar en ellos. Les tenía muchísima admiración y aprecio. Una vez concluida la misión, me dirigía hasta el colmado más cercano para comprar chicles, mentas,y chocolates .
Todo lo que les pedía, allí lo tenía. Mis hermanos y yo éramos afortunados. Por lo regular, nos dejaban presentes en distintos puntos: con mis padres, con mi abuela, y con mis hermanos. Sin duda, se trataba del mejor día del año.
Como a los 12 años de edad, mi realidad cambió drásticamente cuando al despertarme en la madrugada para ir al baño descubrí que los Reyes en realidad nunca pasaban por casa y que los responsables de complacer cada una de nuestras peticiones eran papi y mami.
Me hice la tonta y les seguí la corriente mientras pude, más que nada para que mis hermanos no se decepcionaran -yo soy una de las mayores de los siete -. El ritual que solía llevar cada 5 de enero no lo abandoné hasta mucho tiempo después.
Aunque no lo crean, la tradición de los Reyes se mantiene en mi familia .
Más adelante, y si Dios lo permite, seguro que nos tocará reencontrarnos para retomar la historia con otros protagonistas.
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